domingo, marzo 23, 2008

DIOS II


A eso de los 17 me recuerdo como en expansión, como abierto a absorber mucha información y con un apetito ingenuo y candoroso de conocimiento, intensidad y plenitud. Tenía pocas cosas claras, entre ellas que no me gustaba Rancagua y que había que buscar la manera de salir de ahí. Pero también cosas positivas, como que me gustaba la música, el arte y otras inutilidades, y que sentía un profundo interés por las cosas espirituales.
Por entonces participaba en un movimiento juvenil católico, pero debo decir que más por su cultivo del desarrollo personal y por la cuestión social de alternar y conocer otros jóvenes. Llegando a la parte en que a uno lo querían atraer de nuevo a la Iglesia con misa, curas, confesionario, etc., no pescaba, era crítico…
Me interesé en las filosofías orientales (más bien en sus sucedáneos), la reencarnación y esas cosas con las que uno se engrupe en esa etapa y que tenían tribuna en revistas más o menos chantas, pero atractivas, como “Uno mismo” (la más respetable) hasta “Predicciones” (una verdadera mierda para consumidores compulsivos de esoterismo). Claro, es atractivo pensar que uno ha tenido vidas anteriores o que es posible comunicarse con los muertitos. Hablaba con curas y personas religiosas, pero llegaba un punto en que las explicaciones se quedaban cortas y se apelaba a una forma de fe que a mi me parecía más bien credulidad. Por ejemplo, eso de que Jesús había muerto por nosotros, por uno, era una idea extraña…¿qué quería decir eso cuando todos sabían que él había muerto hacía casi 2000 años atrás y harto lejos de Chile?¿Cómo conectaba eso con el presente?. Parecía una bonita frase hecha, nada más.
Muchas preguntas y pocas respuestas. Una ex me invitó a una reunión de un grupo evangélico, a la que fui. No me gustó mucho, aunque se lo tomaban más en serio que los otros. Me cargó esa inclinación al canto y al baile que no iba con mi forma de ser, más reservada. Era el mismo vacilón de las tocatas, pero canuto, y a mi la euforia me va en otro tipo de situaciones, no en lo religioso.
Paralelamente un amigo estudiaba la Biblia con los Testigos de Jehová (sí, esa gente que pasa a molestar a las casas en la mañana cuando ud está ocupado o quiere dormir), a quienes hasta ese momento yo identificaba como una rama más del protestantismo. Fui a una sesión también por curiosidad. Quedé sorprendido por la claridad y consistencia de las respuestas y los argumentos que esgrimían, todos extraídos de la Biblia. Se las sabían por libro, literalmente, y resultaba evidente aventajaban con creces al resto. Para cada pregunta tenían una respuesta sólida, o al menos bien fundada en ese libro que, hasta el momento, yo había considerado una obra antigua, larga y poco atractiva. Y si se les sacaba de ese terreno los locos se manejaban igual, o sea, se notaba que estaban bien preparados. Sorprendido por mi hallazgo me dediqué a estudiar las religiones en general y el cristianismo en particular por varios años, cotejando, contrastando y enfrentando versiones. Me sorprendió sobre todo el hecho de que un montón de doctrinas sostenidas por la tradición cristiana desde antiguo carecían completamente de apoyo en el libro que se suponía era la base de todo aquello y eran más bien producto de la tradición, y que el mismo libro presentaba particularidades que lo acreditaban, hasta donde uno podía razonar, como lo que pretendía ser según sus propios textos: un libro inspirado por el de arriba, no de simple factura humana. A riesgo de resultar latero cito un par de ejemplos puntuales: su exactitud histórica y el pasaje del libro de Isaías en que se refiere al “círculo” o “esfera” de la Tierra en tiempos en que ese hecho científico, que la Tierra es redonda, era ignorado.
Quiero aclarar que no es un misterio para este humilde servidor lo que ud, lector, debe estar pensando: “pobrecito, se lo engrupieron….”, y no me resulta extraño, puesto que supongo que en su posición yo hubiese pensado lo mismo, pero, para que me entienda, agregaré simplemente que, en general, no darles la razón en la mayoría de lo que discutíamos habría sido sostener militante y parcialmente una posición conservadora y escéptica más allá de lo razonable, y a mi me interesaba la verdad sobre estos asuntos, no ganar la discusión. En eso me ayudó mi posición neutral respecto del tema, por lo que no me sentía, digamos, amenazado ni vulnerado cuando las evidencias respaldaban un punto de vista reñido con mis creencias de entonces.
En eso me vine a estudiar a la U, y, cuento corto, me fui convenciendo de que había encontrado, sino la verdad, al menos lo más parecido a ella que parecía existir. Eso fue comprometiendo gradualmente mi corazón y mi visión de la vida, de manera que llegué al punto en que me vi enfrentado a hacer lo que entendía que debía hacer al cachar todo lo que cachaba, o a hacerme el de las brevas. Entendía, entre otras cosas, que Dios era una persona real y que esperaba que uno viviese con arreglo a sus leyes que eran para protegerlo a uno. Por ejemplo, si D mandaba mantenerse alejado de algunas conductas, digamos fornicar, drogarse o ser violento, no era por ser hinchapelotas y fome, sino por preservarlo a uno de las consecuencias negativas derivadas de tales prácticas.
Suena razonable ¿no?.
Bueno, con el tiempo empecé a relacionarme más estrechamente con mis nuevos amigos y mi vida se fue adecuando a lo que entendía era lo correcto. Recuerdo que dejé de carretear y los sábados por la noche salía a caminar por la ciudad, y mientras miraba el mundo a mi alrededor pensaba en lo afortunado que era al saber lo que sabía, y veía en las miserias del mundo el presagio de su próximo fin. Mientras más observaba el estado del mundo me quedaba más claro que no tenía arreglo. Los seres humanos no eran capaces de arreglar el pastel, aunque toda la publicidad del universo y los mensajes presidenciales año tras año pregonaran a gritos lo contrario. Tampoco servían de mucho las buenas intenciones de las personas con buenas intenciones para dar un giro decisivo al torpe rumbo de la raza humana, pues el proceso de disolución estaba avanzado y los que tenían la sartén por el mango se iban a ir a la tumba sin soltarla y eran capaces de cualquier cosa por conservar sus privilegios. Sin mencionar que no es posible detener la mquinaria endemoniada del mundo sin producir una debacle de proporciones bíblicas.
No había gobierno capaz de dar vuelta la tortilla, excepto uno que viniera directamente de arriba, y eso era lo que estaba prometido en famoso librito, que profetizaba una intervención del Jefe cuando la mansaca que estaba dejando la humanidad estuviese en su punto álgido.
Llegaba a casa lleno de gozo y excitación, sintiéndome en posesión de un conocimiento que deseaba compartir, y la alegría desenfrenada de la bohemia me parecía fatua y carente de alegría real, era más bien, según la veía, como una forma de evasión y disolución ante una vida sin propósitos ni objetivos en un mundo que hacía agua por los cuatro costados. Oraba, buscando la intimidad con Dios, y mi carrete era levantarme temprano para asistir a las reuniones cristianas, donde recibía instrucción y compartía con los que había llegado a considerar como mis hermanos. Era bonito eso. Estudiaba regularmente las Escrituras y me sentía luminoso por dentro y por fuera. Llegué a creer de nuevo en el Diablo como un espíritu opositor y maligno en cuyo poder se debatía el triste remedo de la verdadera vida en que se había convertido hacía ya milenios la historia humana, y me sentía continuador de una larga fila que se remontaba a la antigüedad remota, a los que habían muerto en las arenas del circo romano y a los primeros seres humanos inclusive…
Recuerdo que en una oportunidad tuve una experiencia religiosa (a lo Enrique Iglesias) de carácter medio místico. Iba bajando el cerro Alegre, donde vivía entonces, una mañana de domingo, pensando en no me acuerdo qué y de repente me quedé pegado al pensar en el sol que brillaba arriba mío. Sentía su caricia tibia sobre mi piel y veía su luz derramarse sobre la ciudad y a lo lejos el mar, y percibí una presencia inmensa pero cercana, inquietante y terrible, pero amorosa y amiga, que sin mostrarse directamente iba conmigo y se dejaba ver a través de su creación: era como Dios en persona que parecía guiñarme un ojo y decirme “Me quedó bueno, ¿ah?...tranquiiilo, mijito. Sí. Yo hice todo esto; y sé que Ud es buen chato y me quiere, y yo también lo quiero. Y lo cuido, así que no se preocupe. Siga así no más”. No con esas palabras, pero más o menos eso.

concluirá

domingo, marzo 09, 2008

DIOS



Cuando era niño entendí que era un padre celeste que velaba por todos los niños buenos, un espíritu universal guardián de las cosas buenas que velaba mi sueño cuando sentía miedo, según me instruyeron mis papás. “Tatita” Dios, que le dicen a uno, “duerma tranquilito, mijito, no tiene por qué tener miedo mire que Tatita Dios lo está cuidando y a todos los niñitos buenos”, así que déjese de huevadas y duérmase, les faltaba decir. Igual me la creía y no recuerdo cómo, pero terminaba dormido.
Tampoco recuerdo en qué momento, pero debe haber sido entre los cuatro y los seis años, también por transmisión cultural familiar , aprendí a rezar. “Padrenuestro, que estÁs en los cielos, sAntificado sEa tu nombre, etc…”.
“Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares, de noche ni de día, nienlahorademimuerteamén”.
Esos versos tienen hoy para mi una sonoridad familiar y casi de sueño. Los pronuncio con los ojos cerrados y puedo volver a sentir la sensación de mi cama en la oscuridad, y el efecto tranquilizador que en general tenían, sobre todo si andaba con miedo por ver una de terror en la tv.
Sigue siendo bacán la idea de un espíritu protector de uno, buena onda y con alas. Cerca de la casa había un cementerio, y a veces íbamos a pasear. Era una pequeña ciudad dormida bajo el sol, y el silencio y esas voces mudas abrían espacio a la imaginación. En un rincón había una estatua de un ángel, y a mi me gustaba hablar con él. Igual cachaba que era solo una estatua de piedra, pero presentía en ella un espíritu, entonces me gustaba conversarle. En la universidad aprendí intrincadas palabras para denominar esa experiencia.
La cuestión es que a esa edad, a punta de inquietudes y preguntas, trabé conocimiento consciente con el tema de la religión, ya no de Dios, sino de que existían lo que yo llamaría ahora, en el lenguaje de la universidad, instituciones religiosas. Por supuesto, diferenciaba apenas católicos y evangélicos. A la vuelta de mi casa había una iglesia evangélica. A mi me caían bien los canutos por que encontraba choro eso de que cantaran en fila por la calle. Parecía una fiesta, en el mejor sentido de la palabra. Como que rompía con la monotonía de lo cotidiano. Era el sonido de la música, estoy seguro…
Cuando tenía ocho años, una mañana de primavera o fines del verano, no me acuerdo, me levanté de la cama a eso de la 11 de la mañana y desperezándome salí al patio, y la belleza de la mañana, del sol, la suavidad vagamente perfumada del aire y el verde del parrón me insuflaron, hicieron aparecer en mi espíritu, una pregunta cósmica: ¿de dónde vino todo?¿cómo llegó a existir todo esto, las plantas, la uva y el hombre?. Esta se transformó para su humilde servidor en una pregunta importante y movilizadora. Alguien debía cachar el rollo, había curas, libros y papás, así que debía ser cuestión de preguntar, pensé...
En un momento, alrededor de los diez, los niños del barrio se inscribieron en la parroquia local para “ir a catecismo” y “hacer” la primera comunión. Parecía entrete y quise ir también. Paralelamente, en el colegio había “clases de religión”. Nos enseñaban canciones y algunas ideas así como de memoria. Fui dos años a catecismo y en mi primera comunión me esforcé por experimentar un estado místico cuando me tragué la ostia, pero era más el anhelo de profundidad, la tentativa de infinito que lo que de realmente sustantivo tenía el rollo. Era todo muy bonito, pero a la larga no tenía mucha trascendencia en la vida de uno. Conforme se crecía uno iba cachando que el tema no era considerado de importancia por la gente. Entonces la religión iba perdiendo majestad, como una versión más elaborada, una versión para la pubertad, del mito del viejito pascuero. Igual uno cachaba que ser bueno tenía un valor funcional: si todos somos buenos las cosas andan bien, pero en el mediano y largo plazo, se podía prescindir más o menos perfectamente de la religión y relacionarse con ella en términos de una simpatía lejana o una absoluta indiferencia. Excepto en situaciones límite, por supuesto. Con la pelá al frente el proceso de aproximación a lo religioso se gatilla con violencia, por ejemplo, en un avión secuestrado, colgando de una rama ante el abismo o ante un simple cáncer terminal. Situaciones como esas lo ponen a uno de cabeza contra las piedras y sin el beneficio del tiempo para pajearse barajando consideraciones filosóficas.
El caso es que a los 14, cuando me inscribí en una iglesia con el fin de preparame para la confirmación, ya sabía que no iba a durar mucho. Fui a dos “clases” y sería todo. Uno ya estaba grande para esas ñoñerías. En adelante, la imagen de la Iglesia Católica, que después de todo es la religión de mi cultura, apareció para mi hasta hoy más como una institución de fondo más bien social antes que religioso: gente buena mucha de ella, ayudante de los pobres, pero incapaz de entregar respuestas satisfactorias a las preguntas cósmicas sin apelar a una credulidad ingenua. Y como institución, históricamente chacreada, sin crédito, alineada con los otros poderes perversos que uno empezaba a distinguir en el aparente orden del mundo.
Por esa época empecé a leer. Quiero decir, a leer con un propósito, como buscando aprender. Hasta ese momento era buen lector de novelas y cuentos, pero no me había metido en el rollo del pensamiento. Me cautivó Hesse como texto iniciático, eso de la búsqueda de un sentido trascendente. Ahí floreció nuevamente mi apetito de absoluto, pero bajo una nueva perspectiva: la del librepensador crítico filosófico, y pasé por la típica fase de pseudoateísmo adolescente hormonal tras la lectura de la frase de Nietzsche de que Dios había muerto, que me sonó tan cool como el rock, y de Huidobro, diciendo que no hay tanto vicio en el vicio ni tanta virtud en la virtud.
También me sedujo Richard Bach con su Juan Salvador Gaviota. Es que no había afinado mucho el criterio todavía…Pero ahí estaba el embrión del tema de la libertad y la autodeterminación individual humana. Saint-Exupery, Ortega y Gasset (a quién juré entender en ese momento), la pomada orientalista y un profesor de filosofía que tuve completaron la ecuación. Creo que en ese punto del periplo se definió un poco lo que uno iba a ser en lo sucesivo. Como que cristalizó eso que los psicólogos llaman personalidad, que es la forma de ser y de pensar de uno. No imaginaba los derroteros que seguiría mi viaje espiritual...

continuará