Cuando era niño entendí que era un padre celeste que velaba por todos los niños buenos, un espíritu universal guardián de las cosas buenas que velaba mi sueño cuando sentía miedo, según me instruyeron mis papás. “Tatita” Dios, que le dicen a uno, “duerma tranquilito, mijito, no tiene por qué tener miedo mire que Tatita Dios lo está cuidando y a todos los niñitos buenos”, así que déjese de huevadas y duérmase, les faltaba decir. Igual me la creía y no recuerdo cómo, pero terminaba dormido.
Tampoco recuerdo en qué momento, pero debe haber sido entre los cuatro y los seis años, también por transmisión cultural familiar , aprendí a rezar. “Padrenuestro, que estÁs en los cielos, sAntificado sEa tu nombre, etc…”.
“Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares, de noche ni de día, nienlahorademimuerteamén”.
Esos versos tienen hoy para mi una sonoridad familiar y casi de sueño. Los pronuncio con los ojos cerrados y puedo volver a sentir la sensación de mi cama en la oscuridad, y el efecto tranquilizador que en general tenían, sobre todo si andaba con miedo por ver una de terror en la tv.
Sigue siendo bacán la idea de un espíritu protector de uno, buena onda y con alas. Cerca de la casa había un cementerio, y a veces íbamos a pasear. Era una pequeña ciudad dormida bajo el sol, y el silencio y esas voces mudas abrían espacio a la imaginación. En un rincón había una estatua de un ángel, y a mi me gustaba hablar con él. Igual cachaba que era solo una estatua de piedra, pero presentía en ella un espíritu, entonces me gustaba conversarle. En la universidad aprendí intrincadas palabras para denominar esa experiencia.
La cuestión es que a esa edad, a punta de inquietudes y preguntas, trabé conocimiento consciente con el tema de la religión, ya no de Dios, sino de que existían lo que yo llamaría ahora, en el lenguaje de la universidad, instituciones religiosas. Por supuesto, diferenciaba apenas católicos y evangélicos. A la vuelta de mi casa había una iglesia evangélica. A mi me caían bien los canutos por que encontraba choro eso de que cantaran en fila por la calle. Parecía una fiesta, en el mejor sentido de la palabra. Como que rompía con la monotonía de lo cotidiano. Era el sonido de la música, estoy seguro…
Cuando tenía ocho años, una mañana de primavera o fines del verano, no me acuerdo, me levanté de la cama a eso de la 11 de la mañana y desperezándome salí al patio, y la belleza de la mañana, del sol, la suavidad vagamente perfumada del aire y el verde del parrón me insuflaron, hicieron aparecer en mi espíritu, una pregunta cósmica: ¿de dónde vino todo?¿cómo llegó a existir todo esto, las plantas, la uva y el hombre?. Esta se transformó para su humilde servidor en una pregunta importante y movilizadora. Alguien debía cachar el rollo, había curas, libros y papás, así que debía ser cuestión de preguntar, pensé...
En un momento, alrededor de los diez, los niños del barrio se inscribieron en la parroquia local para “ir a catecismo” y “hacer” la primera comunión. Parecía entrete y quise ir también. Paralelamente, en el colegio había “clases de religión”. Nos enseñaban canciones y algunas ideas así como de memoria. Fui dos años a catecismo y en mi primera comunión me esforcé por experimentar un estado místico cuando me tragué la ostia, pero era más el anhelo de profundidad, la tentativa de infinito que lo que de realmente sustantivo tenía el rollo. Era todo muy bonito, pero a la larga no tenía mucha trascendencia en la vida de uno. Conforme se crecía uno iba cachando que el tema no era considerado de importancia por la gente. Entonces la religión iba perdiendo majestad, como una versión más elaborada, una versión para la pubertad, del mito del viejito pascuero. Igual uno cachaba que ser bueno tenía un valor funcional: si todos somos buenos las cosas andan bien, pero en el mediano y largo plazo, se podía prescindir más o menos perfectamente de la religión y relacionarse con ella en términos de una simpatía lejana o una absoluta indiferencia. Excepto en situaciones límite, por supuesto. Con la pelá al frente el proceso de aproximación a lo religioso se gatilla con violencia, por ejemplo, en un avión secuestrado, colgando de una rama ante el abismo o ante un simple cáncer terminal. Situaciones como esas lo ponen a uno de cabeza contra las piedras y sin el beneficio del tiempo para pajearse barajando consideraciones filosóficas.
El caso es que a los 14, cuando me inscribí en una iglesia con el fin de preparame para la confirmación, ya sabía que no iba a durar mucho. Fui a dos “clases” y sería todo. Uno ya estaba grande para esas ñoñerías. En adelante, la imagen de la Iglesia Católica, que después de todo es la religión de mi cultura, apareció para mi hasta hoy más como una institución de fondo más bien social antes que religioso: gente buena mucha de ella, ayudante de los pobres, pero incapaz de entregar respuestas satisfactorias a las preguntas cósmicas sin apelar a una credulidad ingenua. Y como institución, históricamente chacreada, sin crédito, alineada con los otros poderes perversos que uno empezaba a distinguir en el aparente orden del mundo.
La cuestión es que a esa edad, a punta de inquietudes y preguntas, trabé conocimiento consciente con el tema de la religión, ya no de Dios, sino de que existían lo que yo llamaría ahora, en el lenguaje de la universidad, instituciones religiosas. Por supuesto, diferenciaba apenas católicos y evangélicos. A la vuelta de mi casa había una iglesia evangélica. A mi me caían bien los canutos por que encontraba choro eso de que cantaran en fila por la calle. Parecía una fiesta, en el mejor sentido de la palabra. Como que rompía con la monotonía de lo cotidiano. Era el sonido de la música, estoy seguro…
Cuando tenía ocho años, una mañana de primavera o fines del verano, no me acuerdo, me levanté de la cama a eso de la 11 de la mañana y desperezándome salí al patio, y la belleza de la mañana, del sol, la suavidad vagamente perfumada del aire y el verde del parrón me insuflaron, hicieron aparecer en mi espíritu, una pregunta cósmica: ¿de dónde vino todo?¿cómo llegó a existir todo esto, las plantas, la uva y el hombre?. Esta se transformó para su humilde servidor en una pregunta importante y movilizadora. Alguien debía cachar el rollo, había curas, libros y papás, así que debía ser cuestión de preguntar, pensé...
En un momento, alrededor de los diez, los niños del barrio se inscribieron en la parroquia local para “ir a catecismo” y “hacer” la primera comunión. Parecía entrete y quise ir también. Paralelamente, en el colegio había “clases de religión”. Nos enseñaban canciones y algunas ideas así como de memoria. Fui dos años a catecismo y en mi primera comunión me esforcé por experimentar un estado místico cuando me tragué la ostia, pero era más el anhelo de profundidad, la tentativa de infinito que lo que de realmente sustantivo tenía el rollo. Era todo muy bonito, pero a la larga no tenía mucha trascendencia en la vida de uno. Conforme se crecía uno iba cachando que el tema no era considerado de importancia por la gente. Entonces la religión iba perdiendo majestad, como una versión más elaborada, una versión para la pubertad, del mito del viejito pascuero. Igual uno cachaba que ser bueno tenía un valor funcional: si todos somos buenos las cosas andan bien, pero en el mediano y largo plazo, se podía prescindir más o menos perfectamente de la religión y relacionarse con ella en términos de una simpatía lejana o una absoluta indiferencia. Excepto en situaciones límite, por supuesto. Con la pelá al frente el proceso de aproximación a lo religioso se gatilla con violencia, por ejemplo, en un avión secuestrado, colgando de una rama ante el abismo o ante un simple cáncer terminal. Situaciones como esas lo ponen a uno de cabeza contra las piedras y sin el beneficio del tiempo para pajearse barajando consideraciones filosóficas.
El caso es que a los 14, cuando me inscribí en una iglesia con el fin de preparame para la confirmación, ya sabía que no iba a durar mucho. Fui a dos “clases” y sería todo. Uno ya estaba grande para esas ñoñerías. En adelante, la imagen de la Iglesia Católica, que después de todo es la religión de mi cultura, apareció para mi hasta hoy más como una institución de fondo más bien social antes que religioso: gente buena mucha de ella, ayudante de los pobres, pero incapaz de entregar respuestas satisfactorias a las preguntas cósmicas sin apelar a una credulidad ingenua. Y como institución, históricamente chacreada, sin crédito, alineada con los otros poderes perversos que uno empezaba a distinguir en el aparente orden del mundo.
Por esa época empecé a leer. Quiero decir, a leer con un propósito, como buscando aprender. Hasta ese momento era buen lector de novelas y cuentos, pero no me había metido en el rollo del pensamiento. Me cautivó Hesse como texto iniciático, eso de la búsqueda de un sentido trascendente. Ahí floreció nuevamente mi apetito de absoluto, pero bajo una nueva perspectiva: la del librepensador crítico filosófico, y pasé por la típica fase de pseudoateísmo adolescente hormonal tras la lectura de la frase de Nietzsche de que Dios había muerto, que me sonó tan cool como el rock, y de Huidobro, diciendo que no hay tanto vicio en el vicio ni tanta virtud en la virtud.
También me sedujo Richard Bach con su Juan Salvador Gaviota. Es que no había afinado mucho el criterio todavía…Pero ahí estaba el embrión del tema de la libertad y la autodeterminación individual humana. Saint-Exupery, Ortega y Gasset (a quién juré entender en ese momento), la pomada orientalista y un profesor de filosofía que tuve completaron la ecuación. Creo que en ese punto del periplo se definió un poco lo que uno iba a ser en lo sucesivo. Como que cristalizó eso que los psicólogos llaman personalidad, que es la forma de ser y de pensar de uno. No imaginaba los derroteros que seguiría mi viaje espiritual...
continuará
continuará
3 comentarios:
Concuerdo en tu imaginario de creencias de la infancia. Difiero en la etapa de la primera comunión y de la confirmación, recuerdo que en ambos casos mi preparación estuvo animada por un curita español (salesiano) de esos grandes conocedores de las certidumbres dogmáticas. Y ahí creo esta el paso que algunos siguen y otros no, por diversas e intrincadas razones. La fenomenología de la religión habla de la "experiencia religiosa", yo creo que ese es el punto desde donde se hacen comunes los credos y las certidumbres que configuran la aceptación de las explicaciones de los problemas universales. Tengo parientes protestantes y con ellos ya no discutimos, como antes, sino que entendimos a, como dice mi tío (pastor adventista en Michigan, EEUU)contemplar nuestros distintos "habitat" religiosos.
Lorito, creo conocer algo de lo que "continua" en tu camino espiritual. Siempre me llamó la atención eso de tí: siempre te vi intranquilo con las verdades que se te iban revelando. Como que siempre creíste que había algo más.
Tal vez, faltó esa "experiencia religiosa" que te dice Villano...
Yo, después de muchos años, sin falsa hipocresía, logré estar en paz con Dios. Y creo saber qué es lo que Él quiere de mí para que yo haga enmi paso por la tierra.
Shalom, hermano.
Tan mistico que has sido siempre. Como que tu hemisferio derecho trabaja más de la cuenta (ahí dicen que reside Dios)
Buena historia, aunque sé que la mejor parte está por venir.
Saludos!
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