Hace exactamente veinte años murió mi padre.Yo tenía 13 cuando ocurrió. Fue en Octubre, la madrugada del 27 de octubre. Dos días antes había sido ingresado al hospital y yo lo había visto por última vez con vida mientras era sacado de mi casa en una camilla. Ocho años antes él había comprado esa casa para mi.
Se había sentido mal unos días antes. En el hospital público lo encontraron bien. Para asegurarnos vimos otros médicos. Estos establecieron que estaba deshidratado, tenía un severo soplo cardíaco y un cuadro séptico... (maldigo la incompetencia de algunos).
Cuando se lo llevaban me sonrió y yo lo besé en la mejilla. El sonreía también. Al día siguiente yo supe que moriría. Una de esas intuiciones misteriosas sin origen definido. Alguien me dijo que no pensara eso, pero yo ya lo sabía. La noche de su muerte nos despertaron golpes en la puerta exterior de la casa. Mamá se levantó a abrir. Estaba oscuro; medio dormido sentí que me tocaban un brazo: era mi cuñado, desperté de súbito y no bien lo vi capté lo que pasaba. Pregunté y recuerdó sus palabras: "Falleció hace una hora". Mi mamá lloraba y yo me incorporé en la cama aturdido. Al amanecer acompañé a mi cuñado y un tío a la funeraria y escogimos un ataúd. Es uno de los más extraños trámites que me ha tocado realizar. El siguiente fue más extraño aún: ir a la morgue del hospital a retirar el cuerpo. Bajamos a una sala subterránea, entramos a una sala y prendieron las luces. Sobre una camilla metálica había un cuerpo cubierto con una sábana. Lo descubrieron. Era papá. Su rostro tenía una expresión beatífica. Parecía sonreír y tenía los ojos abiertos perdidos en el infinito. Su pelo ondulado, su cara tersa, sus ojos me parecían hermosos. Yacía quieto, como una imagen congelada. Lo vistieron; luego mientras veía como sellaban el cajón rompí a llorar. Llovía fuerte esa mañana. El velorio fue en el campo, en un pueblo cerca de Rancagua en el que había nacido. Fue en una casa vieja, de adobes, en la que funcionaba una cantina a la que los campesinos acudían regularmente a gastar su sueldo en vino tinto y ponches, para salir tambaleándose a desatar el caballo que amarraban en la puerta. Una vieja tía era la ama y señora. Tenía barriga, un delantal, trenzas cenicientas y un lunar peludo en la pera. Era re buena pal hueveo, me acuerdo, pero esa vez estaba triste y seria. Esta foto fue tomada en el patio de esa casa. Recuerdo mirar durante largo rato la imagen irreal de mi padre, con los ojos semicerrados, como si durmiese, inerte tras el vidrio del cajón, y tener la sensación de que en cualquier momento me haría un gesto de complicidad como solía hacerlo. No lo hizo. Al día siguiente el cortejo llegó hasta el pequeño cementerio del pueblo, que ocupaba la falda de un cerro al que se llegaba por un sendero de tierra. Allí lo dejamos y antes de que lo metieran en el nicho me dejaron mirarlo por última vez. Adios, papito...te quiero. Lloré.
Años antes, cuando recién empecé a fijar mis sentidos en el mundo, mi padre me arrastraba en un diminuto trineo por la nieve de un pueblo de mineros en las montañas. Yo miraba la nieve y vestía gorro de piel con orejas, abrigo y unos mitones de lana. Mi vieja me cuenta que cuando era un bebé, papá consiguió unos vellones de oveja que puso en mi cuna, y que se regocijaba de lo bien que me iban a sentar. "Va a dormir calientito el rotito!..." creo que decía. Cuando pude caminar me llevaba de la mano a todos lados y no había antojo que no se apurara en complacer. Me sentaba en la ventana del edificio y mirábamos la nieve y pasar la gente, con la que intercambiaba saludos amistosos, francos que me enseñaba a repetir y que celebraba que yo hiciese sin entender que significaban las palabras. Recuerdo su silueta recortada contra la luz del dormitorio en las madrugadas cuando salía al trabajo, a la calle, al mundo de "los grandes". Recuerdo sobre todo su amor. El hijo varón que siempre quiso llegó en su madurez, cuando contaba 52. Eramos cómplices..."gancho", me llamaba, con ese trato llano que vi desplegar tantas veces a sus camaradas. El mal de parkinson le fue transformando en un árbol retorcido, en un cuerpo rígido incapaz de valerse por sí solo. Sufría. Yo crecía y despertaba al mundo; él menguaba y según perdía independencia, su ánimo de vivir se resentía. La enfermedad le condenó a vivir confinado a un sillón, apretando una pelota de goma entre las manos como ejercicio inútil para aplazar el avance del mal, a tomar medicamentos permanentes, a la impotencia de tener que ser asisitido para cambiar de posición en la cama y a la humillación de no poder ir al baño solo. Le vi llorar varias veces a solas, consumido, sabiendo que su vida ya había pasado; me aferraba a él y le cubría de besos, en intentos desesperados por aliviar su pena. Dios no lo curó. Los médicos tampoco."¿Me quieres?" preguntaba; no sé por qué lo hacía. Supongo que se sentía un remedo del hombre que antes había sido, y su autoestima se había hecho pedazos... Yo lo amaba. Todavía lo amo. Murió cuando yo desperté a la vida. Su muerte se llevó mi niñez y me abrió la puerta de los años de juventud. Mejor que haya sido así. No era vida lo que le tocó sufrir esos años. Mi padre, mi pobre padre...
No vive, se fué; no está en ninguna parte. Ya no existe, excepto en mi memoria. Hace poco lo vi en un sueño y lo abrazé llorando de alegría; le dije que ya era un hombre, y que no lo había olvidado; y que me hizo falta su guía cuando recién me asomaba a mi vida de hombre, cuando falta la guía de alguien que sepa de qué está hecho el mundo. Ese sueño saldó una deuda de amor. Mi viejo bueno, quisiera haberte conocido mejor, haberte preguntado tantas cosas pendientes, haberme aprovechado más de tu experiencia....pero hoy estoy solo. Es así no más...
Se había sentido mal unos días antes. En el hospital público lo encontraron bien. Para asegurarnos vimos otros médicos. Estos establecieron que estaba deshidratado, tenía un severo soplo cardíaco y un cuadro séptico... (maldigo la incompetencia de algunos).
Cuando se lo llevaban me sonrió y yo lo besé en la mejilla. El sonreía también. Al día siguiente yo supe que moriría. Una de esas intuiciones misteriosas sin origen definido. Alguien me dijo que no pensara eso, pero yo ya lo sabía. La noche de su muerte nos despertaron golpes en la puerta exterior de la casa. Mamá se levantó a abrir. Estaba oscuro; medio dormido sentí que me tocaban un brazo: era mi cuñado, desperté de súbito y no bien lo vi capté lo que pasaba. Pregunté y recuerdó sus palabras: "Falleció hace una hora". Mi mamá lloraba y yo me incorporé en la cama aturdido. Al amanecer acompañé a mi cuñado y un tío a la funeraria y escogimos un ataúd. Es uno de los más extraños trámites que me ha tocado realizar. El siguiente fue más extraño aún: ir a la morgue del hospital a retirar el cuerpo. Bajamos a una sala subterránea, entramos a una sala y prendieron las luces. Sobre una camilla metálica había un cuerpo cubierto con una sábana. Lo descubrieron. Era papá. Su rostro tenía una expresión beatífica. Parecía sonreír y tenía los ojos abiertos perdidos en el infinito. Su pelo ondulado, su cara tersa, sus ojos me parecían hermosos. Yacía quieto, como una imagen congelada. Lo vistieron; luego mientras veía como sellaban el cajón rompí a llorar. Llovía fuerte esa mañana. El velorio fue en el campo, en un pueblo cerca de Rancagua en el que había nacido. Fue en una casa vieja, de adobes, en la que funcionaba una cantina a la que los campesinos acudían regularmente a gastar su sueldo en vino tinto y ponches, para salir tambaleándose a desatar el caballo que amarraban en la puerta. Una vieja tía era la ama y señora. Tenía barriga, un delantal, trenzas cenicientas y un lunar peludo en la pera. Era re buena pal hueveo, me acuerdo, pero esa vez estaba triste y seria. Esta foto fue tomada en el patio de esa casa. Recuerdo mirar durante largo rato la imagen irreal de mi padre, con los ojos semicerrados, como si durmiese, inerte tras el vidrio del cajón, y tener la sensación de que en cualquier momento me haría un gesto de complicidad como solía hacerlo. No lo hizo. Al día siguiente el cortejo llegó hasta el pequeño cementerio del pueblo, que ocupaba la falda de un cerro al que se llegaba por un sendero de tierra. Allí lo dejamos y antes de que lo metieran en el nicho me dejaron mirarlo por última vez. Adios, papito...te quiero. Lloré.
Años antes, cuando recién empecé a fijar mis sentidos en el mundo, mi padre me arrastraba en un diminuto trineo por la nieve de un pueblo de mineros en las montañas. Yo miraba la nieve y vestía gorro de piel con orejas, abrigo y unos mitones de lana. Mi vieja me cuenta que cuando era un bebé, papá consiguió unos vellones de oveja que puso en mi cuna, y que se regocijaba de lo bien que me iban a sentar. "Va a dormir calientito el rotito!..." creo que decía. Cuando pude caminar me llevaba de la mano a todos lados y no había antojo que no se apurara en complacer. Me sentaba en la ventana del edificio y mirábamos la nieve y pasar la gente, con la que intercambiaba saludos amistosos, francos que me enseñaba a repetir y que celebraba que yo hiciese sin entender que significaban las palabras. Recuerdo su silueta recortada contra la luz del dormitorio en las madrugadas cuando salía al trabajo, a la calle, al mundo de "los grandes". Recuerdo sobre todo su amor. El hijo varón que siempre quiso llegó en su madurez, cuando contaba 52. Eramos cómplices..."gancho", me llamaba, con ese trato llano que vi desplegar tantas veces a sus camaradas. El mal de parkinson le fue transformando en un árbol retorcido, en un cuerpo rígido incapaz de valerse por sí solo. Sufría. Yo crecía y despertaba al mundo; él menguaba y según perdía independencia, su ánimo de vivir se resentía. La enfermedad le condenó a vivir confinado a un sillón, apretando una pelota de goma entre las manos como ejercicio inútil para aplazar el avance del mal, a tomar medicamentos permanentes, a la impotencia de tener que ser asisitido para cambiar de posición en la cama y a la humillación de no poder ir al baño solo. Le vi llorar varias veces a solas, consumido, sabiendo que su vida ya había pasado; me aferraba a él y le cubría de besos, en intentos desesperados por aliviar su pena. Dios no lo curó. Los médicos tampoco."¿Me quieres?" preguntaba; no sé por qué lo hacía. Supongo que se sentía un remedo del hombre que antes había sido, y su autoestima se había hecho pedazos... Yo lo amaba. Todavía lo amo. Murió cuando yo desperté a la vida. Su muerte se llevó mi niñez y me abrió la puerta de los años de juventud. Mejor que haya sido así. No era vida lo que le tocó sufrir esos años. Mi padre, mi pobre padre...
No vive, se fué; no está en ninguna parte. Ya no existe, excepto en mi memoria. Hace poco lo vi en un sueño y lo abrazé llorando de alegría; le dije que ya era un hombre, y que no lo había olvidado; y que me hizo falta su guía cuando recién me asomaba a mi vida de hombre, cuando falta la guía de alguien que sepa de qué está hecho el mundo. Ese sueño saldó una deuda de amor. Mi viejo bueno, quisiera haberte conocido mejor, haberte preguntado tantas cosas pendientes, haberme aprovechado más de tu experiencia....pero hoy estoy solo. Es así no más...
4 comentarios:
linda y triste historia... me alegra que todavia te acompañe en tus sueños.
sip, linda y triste
saludos amigo
No sé, tenía el presentimiento de que debías escribir algo nuevo en tu post. Por eso ayer te pregunté cuando ibas a postear algo nuevo. Recuerdo que hace unas semanas me mencionaste que se cumplirían 20 años del aniversario de la muerte de tu padre.Algo comentamos y luego nos quedamos en silencio. Me reconforta que hayas escrito ese silencio. Un abrazo mi querido amigo.
el silencio en la mesa frente a la chimenea...los recuerdos de los padres amados..bella y honesta
Publicar un comentario