El pájaro de hierro
Un hombre construyó un pájaro de hierro.
De noche, en la soledad de una casa de tres pisos.
Al alba el pájaro vio el sol y se lanzó en pos de él, batiendo sus grandes alas bruñidas. Pero era un volar quieto, atrofiado, mecánico. El viento no desordenaba sus plumas y volar dolía. Por lo demás la distancia que lo separaba de aquella naranja resplandeciente parecía larga e irreal. Pronto el pájaro se rindió y bajó al suelo pesadamente, desanimado por el ejercicio doloroso. Caminó sobre sus garras bajo la caricia inclemente del sol sin rumbo fijo todo ese día, y al anochecer se durmió bajo la oquedad de una peña.
El río veló su sueño susurrando historias sin tiempo, inconexas, hechas de sombras que se escabullían entre las sombras y soles emplumados que se paseaban en lo alto. Así es el lenguaje del agua.
Al despertar el pájaro abrió sus redondos ojos de vidrio y contempló el mundo como recién hecho, y oyó un llamado que provenía del lecho del río. Era una voz secreta y cristalina, anterior a la memoria, que le llamaba por su nombre. Se incorporó pesadamente, se acercó, interrumpiendo con sus pasos el silencio de la mañana, y al asomarse al borde del río vio sobre la superficie del agua el disco refulgente del sol en el cielo, mecido por las ondinas.
Se inclinó y se quedó allí, embelesado. Absorto, no prestó atención al canto de los pájaros ni al rumor de los insectos. Llegó la tarde. Pasaron días y noches sobre su figura. Los astros giraban sobre él y las estaciones se sucedieron. De vez en cuando, cuando las aguas se deslizaban lentas y silenciosas, hundía su pico tosco en el remanso y el espejismo refulgente retornaba.
Pasó el tiempo. El óxido colonizó poco a poco sus goznes y sus cargadas alas dejaron de moverse y se fueron cubriendo de un ocre terroso.
No volvió a moverse. Solo sus ojos discurrían entre el disco plateado y las ramas de los árboles cercanos a la orilla, estrecho límite que aquellos podían cubrir.
Cien inviernos transcurrieron.
Una mañana en que el sol brillaba con particular intensidad un niño cruzó ese paraje. Como el sol escaldaba en lo alto se acercó a la ribera del río para refrescarse y bebió de sus aguas, y cuando hubo apagado su sed se sentó sobre la roca arcillosa de la orilla.
Su oído recogió el eco de un gemido apagado en el rumor del viento. “Es el espíritu de la roca, que llora”, pensó. Se puso de pie con sigilo y, cogiendo su estaca, la clavó con fuerza en la roca mientras exhalaba un corto grito.
Entonces, del agujero oscuro que la estaca vaciaba manó sangre.
Un enigma hizo presa en la mente del niño y dos ojos ocultos entre el pasto perdieron de vista la luz y se apagaron entre suspiros vagos, entrando en una eternidad oscura sin tiempo. Un corazón se detuvo.
Los pájaros cantaban en las copas de los árboles. Los insectos continuaban su afán ciego.
El niño retrocedió unos pasos y se alejó, lleno de temor piadoso.
La sangre escurrió hasta el río y coloreó el afluente con jirones purpúreos.
En aquel momento los árboles de la orilla dejaron caer sus hojas y secretaron abundantes lágrimas a través de sus cortezas, y el torrente creció conforme las hojas secas poblaban como navíos enervados la superficie del agua, y ascendieron las olas alcanzando la tierra fuera del cauce, y arrastrando consigo la roca ocre de la orilla, gastándola, descomponiéndola en terrones que se diluían en el torrente como figuras de arena arrojadas al agua, hasta que desapareció. Luego volvieron a su cauce. Los árboles desnudos se quedaron mudos y el silencio fue retornando al aire .
El sol siguió brillando en lo alto.
Un hombre construyó un pájaro de hierro.
De noche, en la soledad de una casa de tres pisos.
Al alba el pájaro vio el sol y se lanzó en pos de él, batiendo sus grandes alas bruñidas. Pero era un volar quieto, atrofiado, mecánico. El viento no desordenaba sus plumas y volar dolía. Por lo demás la distancia que lo separaba de aquella naranja resplandeciente parecía larga e irreal. Pronto el pájaro se rindió y bajó al suelo pesadamente, desanimado por el ejercicio doloroso. Caminó sobre sus garras bajo la caricia inclemente del sol sin rumbo fijo todo ese día, y al anochecer se durmió bajo la oquedad de una peña.
El río veló su sueño susurrando historias sin tiempo, inconexas, hechas de sombras que se escabullían entre las sombras y soles emplumados que se paseaban en lo alto. Así es el lenguaje del agua.
Al despertar el pájaro abrió sus redondos ojos de vidrio y contempló el mundo como recién hecho, y oyó un llamado que provenía del lecho del río. Era una voz secreta y cristalina, anterior a la memoria, que le llamaba por su nombre. Se incorporó pesadamente, se acercó, interrumpiendo con sus pasos el silencio de la mañana, y al asomarse al borde del río vio sobre la superficie del agua el disco refulgente del sol en el cielo, mecido por las ondinas.
Se inclinó y se quedó allí, embelesado. Absorto, no prestó atención al canto de los pájaros ni al rumor de los insectos. Llegó la tarde. Pasaron días y noches sobre su figura. Los astros giraban sobre él y las estaciones se sucedieron. De vez en cuando, cuando las aguas se deslizaban lentas y silenciosas, hundía su pico tosco en el remanso y el espejismo refulgente retornaba.
Pasó el tiempo. El óxido colonizó poco a poco sus goznes y sus cargadas alas dejaron de moverse y se fueron cubriendo de un ocre terroso.
No volvió a moverse. Solo sus ojos discurrían entre el disco plateado y las ramas de los árboles cercanos a la orilla, estrecho límite que aquellos podían cubrir.
Cien inviernos transcurrieron.
Una mañana en que el sol brillaba con particular intensidad un niño cruzó ese paraje. Como el sol escaldaba en lo alto se acercó a la ribera del río para refrescarse y bebió de sus aguas, y cuando hubo apagado su sed se sentó sobre la roca arcillosa de la orilla.
Su oído recogió el eco de un gemido apagado en el rumor del viento. “Es el espíritu de la roca, que llora”, pensó. Se puso de pie con sigilo y, cogiendo su estaca, la clavó con fuerza en la roca mientras exhalaba un corto grito.
Entonces, del agujero oscuro que la estaca vaciaba manó sangre.
Un enigma hizo presa en la mente del niño y dos ojos ocultos entre el pasto perdieron de vista la luz y se apagaron entre suspiros vagos, entrando en una eternidad oscura sin tiempo. Un corazón se detuvo.
Los pájaros cantaban en las copas de los árboles. Los insectos continuaban su afán ciego.
El niño retrocedió unos pasos y se alejó, lleno de temor piadoso.
La sangre escurrió hasta el río y coloreó el afluente con jirones purpúreos.
En aquel momento los árboles de la orilla dejaron caer sus hojas y secretaron abundantes lágrimas a través de sus cortezas, y el torrente creció conforme las hojas secas poblaban como navíos enervados la superficie del agua, y ascendieron las olas alcanzando la tierra fuera del cauce, y arrastrando consigo la roca ocre de la orilla, gastándola, descomponiéndola en terrones que se diluían en el torrente como figuras de arena arrojadas al agua, hasta que desapareció. Luego volvieron a su cauce. Los árboles desnudos se quedaron mudos y el silencio fue retornando al aire .
El sol siguió brillando en lo alto.
6 comentarios:
Bello cuento!. Me parece un cuento-poético o un poema-narrativo. Tiene un sentido profundo, tipo relato fundacional, que siempre gira en torno al dolor que implica el construir la propia esencia.
Y, a todo esto, de quién es?...
es mio
que hermoso cuento que escribiste... me recordó a Ray Bradbury... siempre me gusto leerlo...
Era una atmósfera que me cautivaba y me asustaba a la vez.
Como simpre, un gusto leerte. Veo que encontraste un fin al cuento. Por cierto, muy bueno. Como dice Cinodo, se respira cierta atmósfera que cautiva mucho. No tono, es atmósfera. Hay algo físico en el cuento, lo puedes oír, casi tocar. Como todo tus post, muy bien escrito. Hay algunas partes bellísimas.
Es lindo el cuento; me gusta como está escrito. Me recuerda algunos muy entrañables que leí en los antiguos libros para enseñanza básica de la editorial Santillana.
excelente texto
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